Las epidemias de peste que asolaron Europa desde la Edad Media hasta el siglo XVIII pueden haber contribuido a una mayor resistencia de los habitantes del continente al virus del Sida.
Esa es la conclusión a la que llegan los biólogos británicos Christopher Duncan y Susasn Scott, de la Universidad de Liverpool, en un artículo aparecido en el Journal of Medical Genetics y del que dio cuenta el diario The Times.
Según ambos científicos, aproximadamente un diez por ciento de los europeos gozan de esa protección como resultado de esas epidemias. Los biólogos descubrieron hace algún tiempo que los individuos portadores de una mutación genética conocida como CCR5-delta32 están libres de contagio del Sida. Esa mutación impide al virus de inmunodeficiencia humana (VIH), causante del Sida, penetrar en las células del sistema inmunológico.
Sigue siendo un enigma por qué las cepas del virus que han causado auténticos estragos entre los africanos han tenido un efecto mucho menor entre los europeos.
Según esa nueva teoría, la mutación genética en cuestión resultó de las pestes europeas.
La proporción de personas portadoras de esa resistencia natural al Sida es mucho más alta en Europa, y sobre todo en Escandinavia, donde representa un 14 o un 15 por ciento.
Por el contrario, es relativamente baja en los países de la ribera mediterránea y no se da en absoluto en África subsahariana, en Asia o entre los nativos del continente americano.
Los dos biólogos sugieren que esa protección natural frente al virus del Sida puede atribuirse a los episodios de peste desde la antigüedad clásica hasta el siglo XVIII en Dinamarca.
Utilizando un modelo matemático, los biólogos demuestran cómo la presión de la selección natural eleva el número de las personas resistentes desde una por 20.000, en el momento en que la peste asoló Francia a mediados del siglo XIV, a una de cada diez, tres siglos más tarde.
Duncan y Scott han elaborado una matriz matemática que muestra cómo va aumentando la frecuencia de la mutación genética con cada epidemia de peste desde la de 1347, que estalló en Marsella, y fue seguida un año después por la de París, hasta la de Londres, en 1665-66 y finalmente la de Copenhague, en 1711.
Cuando la peste atacaba a una aldea, el índice de supervivencia era lógicamente mucho más alto entre las personas con resistencia natural, quienes a su vez legaban esa resistencia a la generación posterior.
Duncan y Scott dicen que están convencidos de que las pestes no eran bubónicas sino epidemias de fiebre vírica de tipo hemorrágico, que utilizó el receptor CCR5 como puerto de entrada en el sistema inmunológico.
Esas epidemias fiebres hemorrágicas, cuya versión moderna es la fiebre de Ébola, fueron registradas ya en el valle del Nilo a partir de 1.500 años antes de Cristo, en Mesopotamia (entre 700 y 400 años antes de Cristo), Atenas (430 a.C), y mucho más cerca en el tiempo en el imperio islámico (627-744 de nuestra era).