«Solo» 893 años antes que los hermanos Wright realizaran el primer vuelo oficial de la aviación, el monje Eilmer de Malmesbury ya había volado. Sucedió en el año del señor de 1010 en la abadía de Malmesbury (Wiltshire, Inglaterra).
Nuestro protagonista había venido al mundo al rededor del año 980 y siendo joven, casi niño ingresó en dicha abadía benedictina, que por aquella época tenía la segunda biblioteca más grande de Europa y se consideraba una de las principales plazas europeas para el aprendizaje. Allí estudió matemáticas y astronomía y seguramente leyó alguna fábula mitológica entorno a Ícaro y Dédalo. Así lo recoge William de Malmesbury, historiador del siglo XII de la misma abadía que nuestro héroe, en la crónica De Gestis Regum Anglorum (Hechos de los reyes ingleses) escrita en 1120.
Pero, ¿cómo lo hizo?, Eilmer estudió cuidadosamente durante mucho tiempo las constantes del viento y presión atmosférica con el fin de realizar un vuelo perfecto. Confeccionó a lo largo de los años una estructura que tendría que ser de tal manera que no permitiera que las alas se plegasen hacia arriba, y estaría muy probablemente hecha de madera de sauce o fresno, ambos se pueden encontrar en abundancia en la zona, con una cobertura de tela fina o pergamino.
Según nos cuenta William, Eilmer «se las sujetó a sus manos y pies», y se dirigió a la torre de la abadía, que según estudios posteriores debía ser la típica torre sajona, de unos 24 metros de altura. Desde lo más alto se podía observar la pronunciada caída de entre 15 y 18 metros hacia el río, que se encuentra a escasos 200 metros de distancia.
Esperó el momento más apropiado para lanzarse y… saltó, el viento soplaba con suficiente fuerza como para ayudarle a conseguirlo, a lo largo de una distancia superior a un furlong, unos 200 metros, Eilmer voló. Todo iba según lo previsto pero un cambio del viento y la consciencia de su arriesgado intento provocaron la caída del monje.
El impacto tuvo serias consecuencias, la más grave la rotura de ambas piernas, que le dejó cojo para toda la vida. Durante el tiempo de reposo y recuperación se entretuvo trabajando en un nuevo modelo de alas más perfeccionadas a las que le añadió una cola para controlar el viento y así evitar imprevistos con el viento.
Pero nunca hubo un segundo salto, los planes de Eilmer llegaron a oídos del abad que ordenó requisarle todos los planos y anotaciones sobre las nuevas alas a construir y le prohibió taxativamente cualquier otro intento de lanzarse al vacio para volar.
Estudios recientes sobre la hazaña del monje volador indican que para recorrer esos 200 metros debió permanecer en el aire unos 15 segundos. Seguramente Eilmer era un hombre pequeño, y usó unas alas de no más 9 metros cuadrados de superficie. Su mayor dificultad fue la de sujetar las alas cuando estaba en la parte superior de la torre bajo un viento lo suficientemente fuerte como para lograr su propósito. Esta limitación es la que determinaría el límite de superficie a sus alas, e indica que debía ser bastante ligero para que unas alas de ese tamaño fueran capaces de soportarlo en el aire.
Es muy probable que a baja altitud, empujado por el miedo y por el intento instintivo de imitar a las aves, intentara agitar las alas, lo que muy probablemente agravó la pérdida del control y provocó la brusca caída.
Pero lo más curioso de todo es que el historiador William de Malmesbury narra la historia de Eilmer, sin darle mucha importancia, como un inciso en su crónica sobre los reyes ingleses, cuando trata de la aparición en los cielos de un cometa que siempre traía cambios, amenazas y destrucción, este cometa sería el que ahora llamamos Halley. Según William, Eilmer tuvo la suerte de contemplarlo dos veces en su vida la primera cuando era un niño en el 989 y la otra, ya de mayor en 1066.
Y una sorpresa más, nuevas hipótesis como la de la historiadora Lynn White indican que quizás la inspiración no le llegó de los clásicos Ícaro y Dédalo, sino de Al-Andalus y más concretamente del científico y químico Abu l-Qāsim Abbās ibn Firnās, nacido en Ronda (Málaga) en el 810. Quien en 875, a los 65 años, se hizo confeccionar unas alas de madera recubiertas de tela de seda que había adornado con plumas de rapaces. Se lanzó desde una torre desplomándose sobre un valle, y aunque el aterrizaje fue malo (se fracturó las dos piernas), el vuelo fue globalmente un éxito: permaneció en el aire una decena de segundos. Fue ampliamente observado por una gran multitud que él mismo había invitado de antemano. Comprendió después su error, tendría que haber añadido una cola a su artefacto…
Así fue como Abbás Ibn Firnás y Eilmer de Malmesbury quedaron unidos a la historia, por su arrojo, su estudio y sus piernas rotas.
Muy interesante. Al final el siglo de oro de la ciencia en España sería el de Al-Andalús, pero parece que esto se quiere ocultar…
Muchas gracias por tu aportación Efrén, sin duda los científicos andalusies eran de primer orden
Así lo demuestra y por poner un ejemplo entre tantos a Muhammad Ibn Juarismi Musa al- Jwarizmi (siglo IX.d. C) considerado uno de los padres del álgebra.
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Se considera correcto y así consta en los libros de historia que la edad media debió haber empezado tras la caída del Imperio Romano, sobre el año 476, que duró unos 1000 años, aproximadamente hasta alcanzar el año 1450. El nombre de edad media procede de las grandes civilizaciones de Roma y Grecia que ya por entonces habían sido conquistadas.
Muy interesante, y totalmente de acuerdo con Efren, parece que se quiere ocultar toda la riqueza del Al-Andalus… Un saludo
Muy interesante artículo, muestra claramente que la potencialidad científica muchas veces se ve truncada por los miedos que genera cualquier cambio, sobre todo donde la creencia religiosa no estaba abierta a descubrir los potenciales humanos para hacer lo inimaginable para muchos.
Fernando Maureira
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Muy interesante!!